El acto de la creación artística o intelectual ha sido
interpretado a lo largo del tiempo de dos maneras bien diferentes e incluso
opuestas. Para algunos la creatividad surge del esfuerzo y el trabajo continuo.
Sirvan como buenos ejemplos de ese punto de vista las frases atribuidas a
Picasso “Cuando llegue la inspiración que me encuentre trabajando”, o a Thomás
Alva Edison “El genio es uno por ciento de inspiración y un noventa y nueve por
ciento transpiración”. En el polo opuesto se hallaría la consideración de que
la genialidad creativa tiene un origen incierto que incluso algunos atribuyen a
la inspiración divina. Así, ese “olé” con el que en mi tierra se premian las producciones
artísticas de gran valor no es sino una derivación del “Alá” con el que nuestros
antepasados árabes reconocían el origen divino de la genialidad.
Pues bien, cuando el
sentido común nos había llevado a pensar que sólo el esfuerzo persistente en
una determinada tarea podría llevarnos a una solución imaginativa vienen los
estudios con técnicas de neuroimagen a quitarnos la razón. Y, aunque las
deidades queden al margen del asunto, parece que no son esos momentos en los
que trabajamos de forma ordenada y continua, ejercitando esa herramienta
cognitiva que en una entrada reciente habíamos denominado sistema 2, los que
nos ofrecen los mejores frutos creativos. Por el contrario, es en esas otras ocasiones
en las que nos entregamos a ensoñaciones y divagaciones que no parecen tener
ningún rumbo cuando se suele encender la llama de la creatividad.
Abundan los ejemplos de aportaciones geniales que tuvieron
lugar mientras sus descubridores o creadores se relajaban o paseaban dando
libertad a su mente para alejarse de las tareas cotidianas. Y es que durante
esos momentos de conciencia abierta y errante aumentan las ondas alfa en
nuestro cerebro a la vez que se activan algunas zonas que son importantes para
la creatividad. Una mente a la deriva destila muchos productos creativos que
dependen de destellos intuitivos, desde el encaje de unos versos hasta la
solución original de un problema de investigación. De hecho, las personas que
manejan con destreza un pensamiento formal y calculador, muy necesario para
resolver complejos problemas matemáticos, pueden tener muchas dificultades para
la creación si no son capaces de encontrar esos momentos en los que la conciencia
se relaja y divaga a su aire.
En esos paréntesis de ensoñación y de conciencia errante se
intensifica la actividad cerebral que posibilita el establecimiento de
conexiones entre redes neuronales muy alejadas, con la consiguiente emergencia
de la intuición creativa. Y es curioso que esa intuición creativa vaya asociada
a un pico en la producción de ondas gamma en una zona del cerebro que está
asociada con los sueños, las metáforas, la lógica artística, el mito y la
poesía.
La vida cotidiana, con su bombardeo constante de emails,
SMS, y tareas que resolver nos colocan en un estado cerebral opuesto al que
necesita la creatividad. Por lo tanto, y aunque parezca un lujo, necesitamos
disponer de un tiempo diario para relajarnos mientras descansamos
tumbados al sol, paseamos o hacemos ejercicio. Sólo de esa manera lograremos
liberar a nuestra conciencia del corsé racional que limita sus movimientos y le
daremos la posibilidad de crear algo nuevo.
Más sobre el tema en FOCUS, la última obra de Daniel Goleman.
Yo creo en la inspiración. No en la musa que algunos dicen que es, sino en la rara conjunción de idea -que nos asalta- y mente -concentrada y dispuesta hasta casi hacer desaparecer el cuerpo- y esa indescriptible brisa mágica que nos susurra, casi dictándolo, lo que queríamos decir.
ResponderEliminarLo que se expresa entonces tiene la intensidad y la hondura de los oráculos. Va más allá de una expresión acertada o brillante. Se clava directamente en el corazón.