Por otra parte, la genética se vinculó al fascismo por su interés por la eugenesia y la búsqueda de una raza aria pura. Algo parecido ocurrió con la etología, rama de la biología centrada en el estudio del comportamiento animal. La responsabilidad en la estigmatización de la etología podemos atribuirla en gran parte a Konrad Lorenz y su colaboración con el nazismo en la búsqueda de la mejora racial de los pueblos y su apoyo a la política de raza propugnada por Hitler. Con estos antecedentes no resulta extraño que la determinación genética de la conducta humana no despierte muchas simpatías entre los profesionales de la psicología.
No obstante, también el ambientalismo tiene su cara oculta. Las propuestas ambientalistas de psicólogos conductistas como Watson, Sechenov y Paulov fueron bien acogidas en la Unión Soviética postrevolucionaria, ya que, de alguna manera, el éxito del comunismo dependía en gran parte de que la naturaleza humana pudiera ser modificada para aceptar un cambio de sistema. Como afirmó Trotsky “Producir una nueva y mejorada versión del hombre es la futura tarea del Comunismo”. Ese entusiasmo por la influencia del contexto fue un excelente caldo de cultivo para que surgieran personajes tan peculiares como Trofim Denisovich Lysenko, agrónomo que llegó a tener una gran influencia en la ciencia oficial soviética, quien negó la existencia de los genes y consideró al ADN como un concepto insensato y una superstición propia de la decadencia de Occidente. El Lysenkismo llegó a tener tanto peso en la URSS que a finales de los años 40 Stalin suprimió la genética y encarceló por contrarrevolucionarios a muchos genetistas. Las ideas de Lysenko para mejorar las cosechas mediante manipulaciones ambientales tuvieron unas consecuencias nefastas ya que varias cosechas se perdieron causando una gran hambruna entre la población.
El psicoanálisis también defendió tesis ambientalistas poco afortunadas. Así, las primeras explicaciones freudianas de la esquizofrenia o el autismo responsabilizaban a las madres de estos trastornos. En el caso del autismo, era la frialdad e indiferencia materna la que provocaba su aparición, por lo que sin ninguna prueba se culpabilizó a varias generaciones de madres y padres que no sólo tuvieron que sobrellevar la enfermedad de sus hijos sino que además cargaron con la culpa. Hoy día sabemos que el autismo tiene una base genética y que la frialdad de las madres no es otra cosa que una reacción lógica a la escasa responsividad de sus hijos. Es decir, la causalidad se dirige en el sentido contrario a lo intuido por Freud.
Todo lo anterior nos debe llevar a mostrarnos escépticos con algunos planteamientos ambientalistas ingenuos y poco fundamentados y a tener en cuenta las aportaciones recientes de enfoques que, como la genética de la conducta o la psicología evolucionista, resaltan las influencias genéticas sobre la conducta humana. La consideración de estas influencias, que obviamente interactúan con las ambientales, no supone negar la posibilidad de intervenir, como se demuestra en el caso de la fenilcetonuria, enfermedad de base genética que provoca un grave retraso mental pero que puede tratarse mediante una dieta extremadamente baja en fenilalanina. Negar la evidencia empírica, como hizo Lysenko, no parece ser un buen camino para construir conocimiento, y mezclar ciencia y política a veces provoca cócteles intragables.