La empatía es la capacidad de comprender y responder a los
sentimientos y estados emocionales de otras personas. Es una especie de wi-fi
emocional que nos conecta y nos permite
compartir la experiencia emocional de los demás y entenderlos mejor. Se trata,
por lo tanto, de una competencia básica para las relaciones interpersonales, y
su déficit aparece asociado a algunos comportamientos problemáticos y
antisociales y a un pobre desarrollo moral. No debe extrañarnos que se haya convertido
en un objetivo importante de la educación emocional, que debe promoverse en la
escuela y en la familia para garantizar un desarrollo más saludable.
Sin embargo, en algunos estudios reciente la empatía aparece
asociada a síntomas depresivos, lo que puede suscitar algunas dudas acerca de
si su promoción resulta conveniente, ya que si bien su déficit se asocia a los
problemas antisociales, un exceso podría generar problemas emocionales.
La respuesta a este dilema puede venir de la mano de la
diferenciación entre dos tipos de empatía, la afectiva y la cognitiva. Así, si
la primera se refiere a la capacidad para experimentar reacciones emocionales
ante las experiencias observadas en los demás, la segunda tiene que ver con la
adopción de las perspectivas o puntos de vista de otras personas y la
compresión de su situación y sus sentimientos.
Aunque ambos tipos de empatía están relacionados siguen
ritmos madurativos distintos con un desarrollo más precoz de la empatía
afectiva, que depende de circuitos cerebrales subcorticales que maduran pronto,
frente a un desarrollo más tardío de la empatía cognitiva, probablemente como
consecuencia de su dependencia de sistemas cerebrales de maduración más lenta, y
que incluyen a la corteza prefrontal.
Esta empatía de carácter cognitivo estaría más cerca de
otras competencias cognitivo-emocionales, como la capacidad para comprender y
controlar las emociones propias, o la teoría de la mente cognitiva, que supone
la inferencia de los pensamientos, creencias e intenciones de los demás.
Pues bien, los datos de un estudio reciente, que hemos
llevado a cabo en el Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación de
la Universidad de Sevilla, indican que si la empatía afectiva se asocia a
problemas emocionales y baja autoestima, la cognitiva -que apareció relacionada
con la capacidad para comprender y regular emociones- lo hizo con una mayor
autoestima y satisfacción vital. Estas diferencias pueden justificarse porque
mientras que la empatía afectiva supone una excesiva sensibilidad ante las
emociones ajenas, que puede dejar al sujeto en una situación de vulnerabilidad,
la cognitiva requiere de un autocontrol que permite al sujeto distanciarse de
dichas emociones ajenas y manejarlas de forma más eficaz, sin que le creen malestar
psicológico.
Estos datos ofrecen mucho interés, ya que parecen indicar
que la promoción exclusiva de la empatía afectiva puede acarrear más problemas
que ventajas, y que lo que resulta más apropiado es una educación emocional de
carácter más global, y que incluya el trabajo en competencias como la
compresión de las emociones propias y ajenas, la autorregulación emocional y el
control de los estados de ánimos. Así, estaremos favoreciendo el desarrollo y
el ajuste psicológico de chicos y chicas adolescentes.