En este blog nos hemos referido de forma recurrente a cómo el modelo del déficit ha dominado el panorama de la investigación e intervención que se realiza en el campo de la psicología y la salud. Está más que justificado que nos preocupemos por los problemas y su solución, de manera que quiero dejar claro que los estudios que parten de ese modelo son y seguirán siendo muy necesarios. No obstante, en ocasiones esa excesiva focalización en el déficit hace que se pierda una perspectiva más amplia y algunos detalles pasen desapercibidos.
En una entrada anterior escribimos acerca de la resiliencia, entendida como la capacidad que muestran muchos seres humanos de atravesar situaciones estresantes y conflictivas sin padecer secuelas emocionales, es decir, de verse escasamente afectados por las experiencias negativas. Algunos de los factores que parecen proteger a estos sujetos son ambientales, como por ejemplo el apoyo parental. No obstante, cada vez hay una mayor evidencia de que son factores genéticos los que ofrecen esta protección, y en entradas anteriores nos hemos referidos a algunos de ellos, como ciertas variantes del gen de la Mono Amino Oxidasa A, o del gen receptor de dopamina DRD4.
Diversos estudios encontraron en los niños que poseían esas variantes genéticas una cierta resistencia antes las experiencias infantiles difíciles, mientras que los que poseían la otra variante se mostraron muy afectados y desarrollaron diversos trastornos emocionales y comportamentales. Lo que creo que resulta menos conocido es que esos niños tan vulnerables cuando las condiciones de crianza no eran buenas fueron precisamente quienes más se beneficiaron cuando sí lo eran, y mostraron un mejor desarrollo. Es decir, más que hablar de resistencia o vulnerabilidad tendría sentido referirnos a mayor o menor plasticidad ante las experiencias o condiciones ambientales, siendo los niños resilientes los que presentan menor plasticidad. Es decir, en lugar de hablar de una variante genética (p.e. variantes 7-repetido y 521T del gen receptor de dopamina DRD4) como un factor de riesgo, bien podríamos considerarlos como un “activo” para el desarrollo, siempre que las condiciones de crianza sean favorables, y un sujeto vulnerable ante las condiciones adversas bien podría a ser considerado como un individuo con grandes potencialidades, aunque con el requisito de gozar de un ambiente protector y estimulante.
Algunos estudios han hallado resultados parecidos en relación con el temperamento, ya que los niños con temperamento difícil suelen desarrollar problemas de conducta cuando las condiciones en casa no son favorables, pero tienden a mostrar menos desajustes comportamentales y más habilidades sociales cuando están expuestos a una crianza de calidad. Algo parecido podríamos decir de los niños con alta reactividad fisiológica. Por lo tanto, tendríamos que “cambiar el chip” y pasar a hablar de diferencias genéticas en plasticidad, lo que puede tener cierto sentido desde un punto de vista evolucionista, ya que la selección natural no habría favorecido a ninguno de estos dos tipos (alta o baja plasticidad). En situaciones en las que hay una gran continuidad entre presente y futuro, tendrían un mayor “fitness” los niños muy sensibles a las influencias familiares, ya que sus padres tratarían de promover en ellos rasgos o hábitos adaptativos. Sin embargo, en muchas ocasiones no habría tanta continuidad y esos rasgos promovidos en casa no servirían para sobrevivir -incluso podrían ser desadaptativos- en un contexto cambiante y distinto al que sus padres previeron, con lo que los niños menos sensibles a las prácticas parentales tendrían cierta ventaja, al no desarrollar rasgos desadaptativos.
Que haya muchos datos que apoyen las bases genéticas de las diferencias en plasticidad no excluye la posibilidad de influencias ambientales sobre la misma. Así, hay evidencia sobre cómo el estrés maternal durante el embarazo puede afectar a la plasticidad del menor a las experiencias infantiles, aunque claro, podríamos afirmar, rizando el rizo, que ese estrés podría afectar a la plasticidad posterior de unos niños pero no de otros, dependiendo de factores genéticos.
En una entrada anterior escribimos acerca de la resiliencia, entendida como la capacidad que muestran muchos seres humanos de atravesar situaciones estresantes y conflictivas sin padecer secuelas emocionales, es decir, de verse escasamente afectados por las experiencias negativas. Algunos de los factores que parecen proteger a estos sujetos son ambientales, como por ejemplo el apoyo parental. No obstante, cada vez hay una mayor evidencia de que son factores genéticos los que ofrecen esta protección, y en entradas anteriores nos hemos referidos a algunos de ellos, como ciertas variantes del gen de la Mono Amino Oxidasa A, o del gen receptor de dopamina DRD4.
Diversos estudios encontraron en los niños que poseían esas variantes genéticas una cierta resistencia antes las experiencias infantiles difíciles, mientras que los que poseían la otra variante se mostraron muy afectados y desarrollaron diversos trastornos emocionales y comportamentales. Lo que creo que resulta menos conocido es que esos niños tan vulnerables cuando las condiciones de crianza no eran buenas fueron precisamente quienes más se beneficiaron cuando sí lo eran, y mostraron un mejor desarrollo. Es decir, más que hablar de resistencia o vulnerabilidad tendría sentido referirnos a mayor o menor plasticidad ante las experiencias o condiciones ambientales, siendo los niños resilientes los que presentan menor plasticidad. Es decir, en lugar de hablar de una variante genética (p.e. variantes 7-repetido y 521T del gen receptor de dopamina DRD4) como un factor de riesgo, bien podríamos considerarlos como un “activo” para el desarrollo, siempre que las condiciones de crianza sean favorables, y un sujeto vulnerable ante las condiciones adversas bien podría a ser considerado como un individuo con grandes potencialidades, aunque con el requisito de gozar de un ambiente protector y estimulante.
Algunos estudios han hallado resultados parecidos en relación con el temperamento, ya que los niños con temperamento difícil suelen desarrollar problemas de conducta cuando las condiciones en casa no son favorables, pero tienden a mostrar menos desajustes comportamentales y más habilidades sociales cuando están expuestos a una crianza de calidad. Algo parecido podríamos decir de los niños con alta reactividad fisiológica. Por lo tanto, tendríamos que “cambiar el chip” y pasar a hablar de diferencias genéticas en plasticidad, lo que puede tener cierto sentido desde un punto de vista evolucionista, ya que la selección natural no habría favorecido a ninguno de estos dos tipos (alta o baja plasticidad). En situaciones en las que hay una gran continuidad entre presente y futuro, tendrían un mayor “fitness” los niños muy sensibles a las influencias familiares, ya que sus padres tratarían de promover en ellos rasgos o hábitos adaptativos. Sin embargo, en muchas ocasiones no habría tanta continuidad y esos rasgos promovidos en casa no servirían para sobrevivir -incluso podrían ser desadaptativos- en un contexto cambiante y distinto al que sus padres previeron, con lo que los niños menos sensibles a las prácticas parentales tendrían cierta ventaja, al no desarrollar rasgos desadaptativos.
Que haya muchos datos que apoyen las bases genéticas de las diferencias en plasticidad no excluye la posibilidad de influencias ambientales sobre la misma. Así, hay evidencia sobre cómo el estrés maternal durante el embarazo puede afectar a la plasticidad del menor a las experiencias infantiles, aunque claro, podríamos afirmar, rizando el rizo, que ese estrés podría afectar a la plasticidad posterior de unos niños pero no de otros, dependiendo de factores genéticos.
Puedes encontrar más sobre este asunto en:
Belsky, J. & Pluess, M. (2009). The Nature (and Nurture?) of Plasticity in Early Human Development. Perspectives on Psychological Science, 4, 345-351.