Laurence Kohlberg propuso hace medio siglo un modelo que trataba
de describir el desarrollo del razonamiento moral desde la infancia hasta la
edad adulta. Su modelo se basó en un estudio sobre una muestra de sujetos a los que planteaba
una serie de dilemas morales , por ejemplo, si está o no justificado que una
persona robe una medicina que no puede pagar pero que salvaría la vida de su
mujer enferma. Su modelo describía la evolución de la moralidad a partir de
tres niveles o fases sucesivas: preconvencional, convencional y
postconvencional. El avance a través de estos niveles estaría propiciado por el
desarrollo cognitivo y por las experiencias personales en un mundo social. Según
el psicólogo norteamericano, el nivel convencional, propio de la mayoría de los
sujetos adultos, se caracteriza por un apego estrecho a las normas y reglas
establecidas democráticamente y que regulan el funcionamiento de la sociedad.
El seguimiento estricto de estas normas por parte de los ciudadanos sería lo
que caracterizaría el funcionamiento ordenado de la sociedad, y que evitaría el
caos social. En esta etapa del desarrollo moral, la sociedad se sitúa por encima del
individuo. Se trata de una ética convencional y racional que carece de la flexibilidad necesaria para tener en
consideración las sutilezas de algunas situaciones de personas o grupos, ya que
los procedimientos democráticos no garantizan el respeto de los derechos de las
minorías.
Pues bien, escuchando las
opiniones de bastantes políticos y tertulianos a la hora de justificar que
muchos ciudadanos se vean desprovistos de sus viviendas por la imposibilidad de
hacer frente al pago de sus hipotecas, parece muy evidente que sus justificaciones
encajan en este nivel de razonamiento moral convencional, que dista mucho de
ser el más evolucionado. Según Kohlberg,
el nivel más avanzado o postconvencional se caracteriza por ser una perspectiva
centrada en los derechos individuales: los derechos humanos básicos
(vida, libertad, trabajo, vivienda) deben situarse por encima de la sociedad y
sus leyes. Sería una obligación moral de los ciudadanos oponerse mediante
procedimientos democráticos a las leyes y contratos sociales injustos que violasen
esos derechos individuales.
Si es cierto, que quienes están siendo desahuciados firmaron un contrato "legal"
con su banco, también es cierto que la Constitución Española establece en sus
artículos 35 y 40, el derecho de los españoles y españolas al trabajo y a una
vivienda digna. Me resulta difícil entender que un gobierno democrático no sea
capaz de garantizar estos derechos mediante medidas económicas que permitan un
rescate de los particulares afectados (unas 350.000 familias han perdido su
vivienda en los últimos tres años) cuando, en cambio, ha destinado millones de
euros a rescatar a la banca. Aún más perplejidad produce comprobar cómo en
lugar de implementarse políticas económicas que permitieran una redistribución de la
riqueza para paliar las situaciones más dramáticas, observamos con estupor un
aumento de las diferencias entre los sectores sociales más favorecidos y los
que menos tienen.
No estamos atravesando solamente una crisis económica, sino
también una profunda crisis moral en la que sociedad y sus gestores no son
capaces de garantizar los derechos básicos
de la ciudadanía pero sí de permitir que se enriquezcan algunos sectores sociales
caracterizados por una falta de empatía y de solidaridad que rayan la inmoralidad. Y resulta patético
que quienes fueron elegidos por la ciudadanía para hacerse cargo de la gestión
de lo público muestren una nivel tan poco evolucionado de desarrollo moral,
cuando deberían ser los más postconvencionales.
Así no va.