sábado, 26 de septiembre de 2009

¿Resiliencia o falta de plasticidad? ¿Vulnerabilidad o potencialidad para el desarrollo?

En este blog nos hemos referido de forma recurrente a cómo el modelo del déficit ha dominado el panorama de la investigación e intervención que se realiza en el campo de la psicología y la salud. Está más que justificado que nos preocupemos por los problemas y su solución, de manera que quiero dejar claro que los estudios que parten de ese modelo son y seguirán siendo muy necesarios. No obstante, en ocasiones esa excesiva focalización en el déficit hace que se pierda una perspectiva más amplia y algunos detalles pasen desapercibidos.

En una entrada anterior escribimos acerca de la resiliencia, entendida como la capacidad que muestran muchos seres humanos de atravesar situaciones estresantes y conflictivas sin padecer secuelas emocionales, es decir, de verse escasamente afectados por las experiencias negativas. Algunos de los factores que parecen proteger a estos sujetos son ambientales, como por ejemplo el apoyo parental. No obstante, cada vez hay una mayor evidencia de que son factores genéticos los que ofrecen esta protección, y en entradas anteriores nos hemos referidos a algunos de ellos, como ciertas variantes del gen de la Mono Amino Oxidasa A, o del gen receptor de dopamina DRD4.

Diversos estudios encontraron en los niños que poseían esas variantes genéticas una cierta resistencia antes las experiencias infantiles difíciles, mientras que los que poseían la otra variante se mostraron muy afectados y desarrollaron diversos trastornos emocionales y comportamentales. Lo que creo que resulta menos conocido es que esos niños tan vulnerables cuando las condiciones de crianza no eran buenas fueron precisamente quienes más se beneficiaron cuando sí lo eran, y mostraron un mejor desarrollo. Es decir, más que hablar de resistencia o vulnerabilidad tendría sentido referirnos a mayor o menor plasticidad ante las experiencias o condiciones ambientales, siendo los niños resilientes los que presentan menor plasticidad. Es decir, en lugar de hablar de una variante genética (p.e. variantes 7-repetido y 521T del gen receptor de dopamina DRD4) como un factor de riesgo, bien podríamos considerarlos como un “activo” para el desarrollo, siempre que las condiciones de crianza sean favorables, y un sujeto vulnerable ante las condiciones adversas bien podría a ser considerado como un individuo con grandes potencialidades, aunque con el requisito de gozar de un ambiente protector y estimulante.

Algunos estudios han hallado resultados parecidos en relación con el temperamento, ya que los niños con temperamento difícil suelen desarrollar problemas de conducta cuando las condiciones en casa no son favorables, pero tienden a mostrar menos desajustes comportamentales y más habilidades sociales cuando están expuestos a una crianza de calidad. Algo parecido podríamos decir de los niños con alta reactividad fisiológica. Por lo tanto, tendríamos que “cambiar el chip” y pasar a hablar de diferencias genéticas en plasticidad, lo que puede tener cierto sentido desde un punto de vista evolucionista, ya que la selección natural no habría favorecido a ninguno de estos dos tipos (alta o baja plasticidad). En situaciones en las que hay una gran continuidad entre presente y futuro, tendrían un mayor “fitness” los niños muy sensibles a las influencias familiares, ya que sus padres tratarían de promover en ellos rasgos o hábitos adaptativos. Sin embargo, en muchas ocasiones no habría tanta continuidad y esos rasgos promovidos en casa no servirían para sobrevivir -incluso podrían ser desadaptativos- en un contexto cambiante y distinto al que sus padres previeron, con lo que los niños menos sensibles a las prácticas parentales tendrían cierta ventaja, al no desarrollar rasgos desadaptativos.

Que haya muchos datos que apoyen las bases genéticas de las diferencias en plasticidad no excluye la posibilidad de influencias ambientales sobre la misma. Así, hay evidencia sobre cómo el estrés maternal durante el embarazo puede afectar a la plasticidad del menor a las experiencias infantiles, aunque claro, podríamos afirmar, rizando el rizo, que ese estrés podría afectar a la plasticidad posterior de unos niños pero no de otros, dependiendo de factores genéticos.


Puedes encontrar más sobre este asunto en:

Belsky, J. & Pluess, M. (2009). The Nature (and Nurture?) of Plasticity in Early Human Development. Perspectives on Psychological Science, 4, 345-351.

sábado, 19 de septiembre de 2009

El estilo de crianza se transmite de padres a hijos


Que las experiencias vividas en la infancia en la relación con nuestros padres marcan la forma en que actuamos con nuestros hijos es algo bien conocido. Las primeras evidencias sobre esta transmisión intergeneracional del “parenting” surgieron cuando algunos estudios observaron que aquellos niños y niñas maltratados en su niñez tenían más probabilidades de convertirse en padres y madres maltratadores que quienes habían vivido en un entorno familiar afectuoso. Si en un principio estos estudios se basaron en los recuerdos infantiles de estos padres maltratadores, con la escasa fiabilidad que pueden tener estos recuerdos, no tardaron en aparecer datos que procedían de investigaciones longitudinales mucho más fiables. En estos estudios, que siguieron a lo largo de décadas las trayectorias de algunas cohortes de menores, se constató la tendencia de los hijos a repetir el estilo relacional de sus padres y madres. Y no sólo eran transmitidos los estilos hostiles y abusivos, sino también los protectores y cariñosos.

Aunque la evidencia acumulada sobre esta transmisión ha llegado a ser importante, no debemos perder de vista un dato: en ningún estudio hay una correspondencia absoluta entre la crianza experimentada como niño y la desarrollada como padre. El rango de transmisión del maltrato se sitúa en algún punto entre el 7% y el 70%, y probablemente ronde el 30% el porcentaje de padres inmersos en este ciclo de abusos. Este dato hace que nos preguntemos por qué unos padres tienden a repetir con sus hijos los malos tratos sufridos, mientras que otros logran romper el ciclo.

La primera respuesta a esta pregunta provino de un ya clásico estudio longitudinal dirigido por Byron Egeland, y llevado a cabo sobre un grupo de niños que habían tenido infancias difíciles. A pesar de las dificultades experimentadas, muchos de estos menores maltratados consiguieron burlar al destino y se convirtieron en padres y madres afectuosos. Y el principal motivo que explicaba el cambio fue que se trataba de sujetos que habían conseguido establecer una relación emocional estrecha con alguna persona –un familiar, su pareja, un terapeuta- que les dio la seguridad afectiva que no obtuvieron de sus padres. Es decir, la seguridad del tipo de apego establecido, bien en la infancia bien en momentos posteriores del ciclo vital, desempeñaba un papel fundamental.

La evidencia en este sentido ha seguido acumulándose en los últimos años con nuevos estudios, que han señalado la importancia que otros factores parecen tener en la transmisión de generación en generación de la forma de ejercer la ma/paternidad. Entre estos otros factores mediadores está el hecho de haber disfrutado de unas experiencias escolares que hayan promovido un sentimiento de autoeficacia que, a su vez, llevó a una mejor elección de pareja, y a un ejercicio parental positivo. O la competencia social desarrollada durante los años de la adolescencia y la adultez temprana que permite una posterior competencia en el ejercicio del rol parental. O los logros académicos y la ausencia de problemas de conducta durante la adolescencia. Es decir, ya disponemos de un puñado de factores mediadores que nos sirven para entender cómo se produce esta transmisión intergeneracional. Sin embargo, no podemos decir lo mismo con respecto a los factores que moderan esta relación y hacen que mientras que unos padres y madres repiten el estilo de crianza vivido, otros logren romper el ciclo. Mientras disponemos de nuevos datos tendremos que seguir considerando que son las experiencias interpersonales que logran cambiar el modelo de apego construido en la infancia las que cortocircuitan la transmisión intergeneracional del estilo de crianza.

El último número de la revista Developmental Psychology dedica un monográfico especial a este interesante asunto (ver aquí)

domingo, 13 de septiembre de 2009

Sobre los disturbios de Pozuelo de Alarcón o "en boca cerrada no entran moscas".


Llevamos una semana escuchando todo tipo de comentarios y explicaciones sobre por qué ocurrieron los disturbios del pasado fin de semana en Pozuelo de Alarcón (aquí), que tuvieron como resultado a 10 policías heridos y a 20 jóvenes detenidos. Ni yo ni la mayoría de las personas que han opinado al respecto conocemos con seguridad los detalles de los sucesos: ¿cómo comenzó la refriega? ¿cuántos jóvenes asaltaron la comisaría? ¿por qué no existen grabaciones de ese supuesto asalto? ¿cómo de desproporcionada y chulesca fue la actuación de la policía, como parece deducirse de los comentarios de algunos testigos? Por lo tanto, evitaré emitir un juicio acerca de un suceso del que desconozco muchos datos.

Lo que me resulta sorprendente es la cantidad de opinantes que a lo largo de los últimos días se han arrojado a la piscina sin agua, atreviéndose a emitir un diagnóstico del suceso en los medios de comunicación. Los chivos expiatorios han sido en esta ocasión padres y educadores (aquí).

Bueno, tengo que reconocer que soy un vehemente defensor de la influencia que la familia, y también la escuela, tiene sobre el comportamiento de los adolescentes. Y aunque en esta ocasión muchos de los implicados en el suceso habían dejado muy atrás la adolescencia, bien cabe esperar que las influencias familiares infantiles hubieran dejado su huella, condicionando de alguna manera el comportamiento desmedido de estos jóvenes adultos. Sin embargo, quienes investigamos sobre el comportamiento humano sabemos perfectamente que la mayoría de las conductas problemas propias de la adolescencia tiene un origen multicausal de forma que resulta imposible hablar de una única causa. Ello no es un obstáculo para que algunos personajes mediáticos, con mucha osadía e imaginación, hayan recurrido una vez más al recurrente tópico de la falta de control o supervisión parental, que tanta prevalencia parece tener entre las familias españolas.

Bien, no voy a negar que existe cierta evidencia empírica acerca de la importancia que esta dimensión del estilo parental tiene sobre el ajuste comportamental de chicos y chicas adolescentes, aunque conviene recordar que otras dimensiones, como el apoyo y la comunicación (o la falta de ambas en este caso), tienen una influencia aun mayor.

Tampoco hay que olvidar el papel que desempeñan otros factores: iguales, medios de comunicación, valores culturales, legislación existente, políticas sociales y educativas, etc. Y es que, como apunta el modelo sistémico biopsicosocial, la mayoría de las conductas problema son el resultado de la combinación de una serie de factores individuales y contextuales, y conviene señalar que:

Los mismos factores no afectan de la misma forma a todos los sujetos. Así, mientras que un adolescente puede desarrollar comportamientos agresivos como resultado de una combinación de influencias estresantes, otro saldrá más o menos indemne de esa situación. Determinados factores biológicos presentes en el primer caso y ausentes en el segundo pueden marcar los diferentes resultados sobre el ajuste conductual del niño o adolescente. Factores contextuales, como el apoyo social, también pueden proteger los efectos negativos del estrés.

Las influencias pueden interactuar entre sí e influirse mutuamente. Esta es una de las características principales de los modelos sistémicos, y sirve para explicar el desarrollo de muchas conductas problemas. Por ejemplo, si en el surgimiento de la conducta agresiva están implicados tanto factores biológicos como familiares, es muy probable que en algunos momentos estos factores se hayan influido mutuamente. Así, un niño con un temperamento difícil y con un alto nivel de actividad puede generar en sus padres mucho estrés, que les llevará a mostrar hacia el niño un estilo muy coercitivo y autoritario con el uso de castigos físicos, lo que a su vez podrá influir en el surgimiento de comportamientos agresivos del menor hacia los iguales.

Muchas conductas problemas pueden darse conjuntamente. Las razones de esta co-morbilidad tienen que ver con el hecho de los factores de riesgo implicados en el surgimiento de alguna conducta problema, como el consumo abusivo de sustancias pueden también contribuir al desarrollo de otros desajustes comportamentales, como las conductas sexuales de riesgo, las conductas suicidas y la delincuencia juvenil. Además, en bastantes casos un problema puede ser un factor de riesgo fundamental para otro. Este sería el caso de la influencia de un trastorno depresivo sobre el consumo de sustancias o sobre la tentativa de suicidio

Las conductas problemáticas suelen presentarse en un continuo. La mayoría de los problemas de conducta no suelen ser un asunto de todo o nada, ya que suelen ser comportamientos que se presentan en mayor o menor grado en muchos chicos y chicas sin que lleguen a constituir un problema.

Es decir, resulta muy complicado poder hablar de causas únicas del comportamiento antisocial, y la prudencia a la hora de explicar la etiología de algunos fenómenos psicosociales complejos debería ser una condición obligada, si queremos que se reconozca a la psicología como una ciencia seria. Ya sé que con un micrófono delante algunos profesionales de las ciencias sociales se transforman en adivinos omniscientes con supuestas respuestas para todo, pero si algún periodista me pregunta qué está pasando con la juventud actual para que ocurran sucesos como los de Pozuelo de Alarcón, creo que lo más honesto será reconocer que no tengo la más remota idea. Y es que ya se sabe que en boca cerrada no entran moscas.

martes, 8 de septiembre de 2009

Psiconeuroinmunología



¡Vaya palabrita! pensará más de un lector harto de leer cómo los investigadores acuñan palabras rebuscadas para etiquetar nuevos campos de estudio que surgen en la intersección de áreas más o menos afines. Pues bien, ya tenemos una nueva: la Psiconeuroinmulogía. Se trata de la disciplina que se ocupa del estudio de cómo las situaciones estresantes y las emociones negativas influyen sobre la respuesta de nuestro sistema inmunológico. A lo largo de las últimas décadas se había acumulado una importante evidencia empírica sobre cómo el estrés sostenido retrasaba la curación de heridas y, más recientemente, disminuía la eficacia de las vacunas. Este último dato tiene su importancia en momentos como el presente, en los que estamos a las puertas de una vacunación masiva de la población contra la gripe tipo A, o en que se ha decidido la generalización de la vacuna contra el papiloma humano a toda la población adolescente española. Curiosamente existen datos que apoyan la hipótesis de que la inmunidad de anticuerpos y células- T a la vacuna del papiloma puede verse afectada negativamente por el estrés, pero a pesar de la relevancia de este hallazgo, no parece que se le haya prestado suficiente atención.

Otra consecuencia importante del estrés, la depresión o la ansiedad, y que está siendo estudiada por la psiconeuroinmunología, es el aumento la producción de citocinas inflamatorias, que desempeñan un papel importante en algunas enfermedades relacionadas con la edad avanzada, tales como la artritis reumatoide. Además, parece que los efectos del estrés sostenido no desaparecen con éste, ya que se mantienen a lo largo del tiempo pues debilitan prematuramente al sistema inmunológico. Es decir, no vale eso de “ahora estoy muy estresado en el trabajo, pero es una situación pasajera, dentro de dos o tres años ya estaré mejor”

La psiconeuroinmunología supone también una oportunidad para el trabajo multidisciplinar, ya que algunos datos apuntan también a la existencia de interesantes efectos de interacción, por ejemplo, entre el estrés y la dieta. Así, sabemos que los ácidos grasos poliinsaturados (omega-3), presentes en el pescado o las nueces, disminuyen las citocinas inflamatorias, mientras que los ácidos grasos omega-6, abundantes en los aceites refinados de girasol, la aumentan, de forma que cuanto mayor es la ratio de omega-6/omega-3 consumido por un sujeto mayor es su probabilidad de desarrollar enfermedades inflamatorias. Lo que es menos conocido es que los individuos con una ratio alta a favor del omega-6, incrementan la producción de citocinas en periodos de estrés, o que esa ratio alta está vinculada a síntomas o depresivos. O que los suplementos de omega-3 tienen efectos positivos sobre los procesos inflamatorios, pero también sobre los depresivos.

Otro interesante efecto de interacción relevante para la salud es el que se produce entre algunos agentes tóxicos, como los pesticidas, y el estrés, ya que los efectos adversos de los primeros (asma, cáncer, infecciones virales) son más evidentes entre sujetos sometidos a situaciones estresantes, sobre todo si se trata de niños o ancianos.

En fin, se abre un interesante campo de estudio en el que algunos profesionales de la psicología pueden desempeñar un papel importante en la investigación de los vínculos entre el estrés y los estados emocionales, por una parte, y el funcionamiento de nuestro sistema inmunológico, por la otra. La cosa sin duda promete.