lunes, 9 de junio de 2014

La Psicología Positiva y el valor de las emociones negativas.



Que las emociones positivas  influyen sobre la salud y el bienestar deja poco lugar a la discusión.  Por si la revisión de Chida y Steptoe (2008), en la que revisaron setenta estudios que analizaban la relación entre optimismo y salud, dejaba algunas dudas, el trabajo de Karina Davidson contribuyó a despejarlas definitivamente. El estudio de esta investigadora de la Universidad de Columbia, en el que siguió durante una  década a más de 1700 personas residentes en Nueva Escocia , encontró que quienes mostraban una mayor tendencia a expresar emociones positivas presentaron 10 años después una mejor salud cardiovascular. Los mecanismos por los que tiene lugar esa influencia han sido explicados por el neuropsicólogo Richard J. Davidson (ver aquí).

Ello no quiere decir que los estados emocionales positivos no puedan ser contraproducentes en algunas ocasiones. Así, por ejemplo, un optimismo exagerado puede llevarnos a tomar algunas decisiones incorrectas al ignorar los obstáculos que se interponen en nuestro camino y elegir una vía demasiado directa hacia nuestro objetivo por confiar demasiado en nuestras posibilidades. En una entrada anterior me he referido a los inconvenientes que puede acarrear una autoestima alta o inflada (ver aquí).

El interés de la Psicología Positiva por las emociones positivas no ha  supuesto que se haya desinteresado de las negativas.  Pero no para suprimirlas o anularlas después de convertirlas en patologías, como ha sido lo usual en la psicología tradicional. Muy al contrario, desde este enfoque psicológico se ha resaltado el valor adaptativo de muchas emociones negativas ¿Cómo si no se podría justificar que se hubiesen mantenido a lo largo de la evolución de nuestra especie?

Pensemos, por ejemplo,  que una cierta tristeza o melancolía puede llevarnos a un razonamiento más preciso y analítico y a una memoria más objetiva.  En este sentido son muy interesantes los trabajos del profesor de psicología de Princeton y premio Nobel de Economía, Daniel Kahneman que revelan como una excesiva confianza pueden inducirnos un pensamiento intuitivo arriesgado e impreciso en muchas situaciones que requieren de mucha cautela. Igualmente, la insatisfacción o la baja autoestima pueden ayudarnos a mejorar al darnos la motivación para romper con situaciones de infelicidad e introducir algunos cambios en nuestras vidas. Y aunque el optimismo suponga un claro activo personal, en ciertas situaciones un ligero pesimismo no crónico puede resultar una actitud defensiva de mucha utilidad. Así, algunos estudios indican que las personas pesimistas y desconfiadas son más sensibles a las amenazas potenciales y a la detección de posibles engaños.

Por lo tanto, aunque la Psicología Positiva haya puesto más el énfasis en las emociones positivas que en las negativas, no ha descuidado el interés por éstas últimas. Buscar las satisfacción y la felicidad no debe llevarnos a considerar que somos incompetentes y fracasados cuando nos asaltan la tristeza y la insatisfacción. Como apunta Francisco Brines en unos versos del "Otoño de las rosas", el dolor y la dicha son las dos caras de una misma moneda.

¿Y cómo devolver sus diferencias
al dolor y a la dicha,
y ser los dos amados por igual,
pues completan los dos el sabor encendido de la vida?




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domingo, 1 de junio de 2014

De la psicopatología a la resiliencia y la salutogénesis



El campo de la psicopatología ha presenciado durante las última décadas un viraje importante, pasando de un enfoque centrado en la vulnerabilidad y los factores de riesgo a otro que prioriza el crecimiento personal y los factores de protección. Así, el concepto de resiliencia, que es definida como la adaptación positiva del sujeto a pesar de vivir en unas circunstancias de dificultades y adversidad, ha pasado a formar parte del vocabulario habitual de psicólogos y psiquiatras.  El estudio longitudinal realizado en Hawai por Werner y Smith (1982; 2001),  y en el que siguieron hasta su adultez a cerca de 700 niños y niñas de ambientes desfavorecidos, muchos de los cuales vivían en situaciones de alto riesgo, puede considerarse el origen del concepto de resiliencia. Estos investigadores encontraron que muchos de estos sujetos experimentaron un desarrollo tanto o más saludable que sus compañeros que no habían atravesado situaciones de adversidad. Los resultados indicaban que sólo un porcentaje de los sujetos que sufrían condiciones de mucho riesgo terminaban desarrollando trastornos, lo que acrecentó el interés por conocer cuáles eran los factores que les protegían ante la adversidad.  También resaltaron la importancia de definir qué es lo que constituye una buena adaptación, ya que para que un sujeto pueda ser considerado resiliente no sólo debe haber experimentado adversidad, sino que además debe mostrar una buena adaptación o un buen desarrollo.

Los trabajos posteriores de Ann Masten y colegas  han sido una aportación fundamental en este sentido, ya que para estos investigadores la adaptación es un constructo dinámico que requiere del éxito en la resolución de tareas que son importantes para los sujetos de una determinada edad en un contexto sociocultural concreto. Así, durante la adolescencia tendríamos que referirnos al establecimiento de relaciones estrechas con los iguales, el buen rendimiento académico o el logro de la identidad personal, por poner sólo algunos ejemplos de tareas apropiadas a esta edad. Los estudios empíricos dirigidos por Masten han apuntado cinco áreas principales de competencia que indican una buena adaptación durante la adolescencia: el comportamiento, los logros académicos, la competencia social, la competencia en las relaciones de pareja y la competencia vocacional. También han servido para determinar cuáles son los factores que pueden favorecer esa buena adaptación a pesar de la adversidad. Esos factores  incluyen tanto características personales, tales como el optimismo, el locus of control interno, o un buen nivel intelectual, como aspectos del contexto, entre los que pueden destacarse gozar de un estilo parental democrático en casa, acudir a buenas escuelas o implicarse en actividades extraescolares de ocio.

También es de justicia mencionar los trabajos de Aaron Antonovsky acerca de la salutogénesis y el sentido de coherencia. Este médico sociólogo israelí interesado por la influencia del estrés sobre la salud se encontraba realizando un estudio sobre los efectos de la menopausia en un grupo de mujeres, muchas de ellas sobrevivientes de los campos de concentración nazís. Antonovsky encontró que la mayoría, que había sufrido experiencias muy estresantes, mostraba más síntomas que las mujeres del grupo control. No obstante, había un pequeño grupo que a pesar de haber vivido el drama de los campos de concentración mostraba una adaptación similar a la de las mujeres que no habían pasado por situaciones particularmente estresantes. Ello le llevó a interesarse por los factores que facilitaron esta adaptación, lo que supuso un cambio de rumbo en su manera de estudiar el estrés, y a interesarse por el proceso que lleva a las personas en dirección a la salud, por contraposición al modelo patogénico que busca los factores que llevan a la enfermedad. A pesar de las similitudes de la propuesta de Antonovsky con el concepto de resiliencia existen algunas diferencias, ya que mientras que esta última analiza la adaptación de los individuos en situación de riesgo, la salutogénesis se interesa por los factores que facilitan la salud y el bienestar de todos los sujetos, con independencia de que vivan o no situaciones de riesgo. A estos factores el médico israelí los denominó recursos generales de resistencia, que son elementos de tipo biológico, material o psicosocial que ayudan a las personas a afrontar de forma exitosa las circunstancias y estresores de sus vidas. Estos recursos favorecen que el sujeto desarrolle una visión general del mundo en que vive como un contexto compresible, manejable y significativo, algo que Antonovsky  denominó sentido de coherencia. Algunos estudios han hallado que tanto adultos como adolescentes que muestran un mayor sentido de coherencia presentan mejores indicadores de salud y bienestar.