domingo, 31 de agosto de 2008

Más sobre envidia e igualdad

Sigo dándole vueltas al asunto de la envidia, sobre todo desde que un colega me comentó que mi interpretación sobre el experimento de Fehr (véase entrada anterior) era muy retorcida, y que deducir que lo que aumenta con la edad es la envidia, y no la búsqueda de la igualdad y la justicia, no iba en la línea de la psicología evolutiva. Aunque no sé muy bien qué quiere decir, empiezo a preocuparme. Tal vez me haya embarcado durante las vacaciones en demasiadas lecturas ajenas a mi área profesional y esté perdiendo el norte.

En esas estaba cuando leí el artículo que ayer sábado Milagros Pérez Oliva publicaba en El País acerca de los trabajos del neurólogo Álvaro Pascual-Leone (estupendos los reportajes que está sacando esta periodista en la Revista de Verano del País, ¡a doble página!). Pascual-Leone comenta otros trabajos de Fehr, aunque utilizando una situación experimental distinta: el Ultimátum Game. Se trata de un dilema en el que participan dos sujetos a los que se ofrece una cantidad de dinero que podrán repartirse entre ellos, pero sólo si se ponen de acuerdo con el reparto. Uno de ellos será el que propone la partición, mientras que el otro tiene dos opciones, aceptarla, con lo que cada uno se llevará su parte, o rechazarla. En este último caso nadie se llevará nada. Por lo tanto, la opción más ventajosa, aunque sea injusta y poco igualitaria, para este sujeto es aceptar siempre lo que le ofrezca el otro, aunque sea sólo un 5%, ya que de lo contrario se quedará sin nada. Pues bien, parece que la mayoría de los sujetos empiezan a sentirse molestos y a rechazar la oferta si esta es inferior al 40%, y cuando está por debajo del 20% el cabreo es colosal y no hay quien la acepte. En cambio, si juegan con un ordenador siempre aceptan la oferta, por muy baja que sea.



Pascual-Leone interpreta la conducta de rechazar las ofertas injustas como un indicador de desarrollo moral que lleva al sujeto a ir en contra de sus propios intereses, por defender un principio moral. Esta interpretación se apoya también en estudios con técnicas de estimulación magnética intracraneal que muestran cómo es la corteza prefrontal, y no la amígdala, quien toma la decisión moral de rechazar el reparto desproporcionado e injusto, ya que cuando se bloquea el prefrontal, los sujetos aceptan cualquier oferta, predominando el interés egoísta (Knoch et al., 2006). En el mismo sentido apuntan los estudios que aplican el Ultimatum Game a chimpancés (de menor desarrollo prefrontal), ya que estos siempre aceptan cualquier reparto por injusto que sea (Jensen & Tomasello, 2007).

Pues sigo sin verlo claro. La envidia tiene muchos matices y grados, y algunos de ellos precisan de un buen dominio de la teoría de la mente, y por tanto de la corteza prefrontal. Tendré que leer más sobre ello, pero ¿no será que los chimpancés son más inteligentes que los humanos?






Knoch, D., Pascual-Leone, Meyer, K., Treyer, V. y Fehr, E. (2006). Diminishing Reciprocal Fairness by Disrupting the Right Prefrontal Cortex, Science, 314, 5800, 829-832.

Jensen, K. Call, J. y Tomasello, M. (2007). Chimpanzees Are Rational Maximizers in an Ultimatum Game, Science, 318, 5847, 107-109.

viernes, 29 de agosto de 2008

La envidia es mala y las desigualdades también.

“La envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come”
Quevedo


Nature caba de publicar en su número del 28 de agosto (1) un interesante artículo acerca del desarrollo del igualitarismo en la infancia que recoge los resultados de un estudio realizado en la Universidad de Zurich con niños de edades comprendidas entre los 2 y los 8 años. Estos niños (por supuesto, también había niñas) pasaron por tres situaciones experimentales: prosocial (un niño debía elegir entre dos posibilidades, una chuchería para él y otra para el otro niño que participaba en la situación -1.1-, o una para él y ninguna para su compañero-1.0-), envidia (el niño debía elegir entre una chuche para cada uno -1.1- o una para él y dos para el otro -1.2-) y compartir (la elección era en este caso entre dos para él y nada para el otro -2.0-, o una para cada uno -1.1-, como buenos hermanos). No voy a resumir aquí todos los resultados encontrados, como que a partir de los 7 años se produce un aumento significativo en el número de respuestas de compartir -1.1- en la tercera situación experimental descrita; algo muy lógico si tenemos en cuenta que a los 7 años se produce un salto importante en la capacidad para adoptar perspectivas y ponerse en el lugar del otro, o para entender que los demás pueden formarse una opinión sobre nosotros a partir de nuestros comportamientos, como señala la teoría de la mente. O el hallazgo de que los niños más pequeños que son hijos únicos tienden a compartir más que quienes tienen hermanos, sobre todo más que los benjamines (¡curioso verdad. Para que luego tachen a los hijos únicos de egoístas!). O que los niños muestran más conductas de parochialism (preferencia por favorecer a los miembros del grupo propio) que las niñas.






El resultado que me gustaría comentar es el que indica cómo las conductas de elegir una chuchería para cada uno en la situación de envidia van aumentando con la edad. Es decir, en los niños mayores es más frecuente que prefieran una chuchería para cada uno, a que el otro se lleve dos, aunque eso no suponga que él deje de llevarse la suya. Los autores (en realidad son un autor y dos autoras) consideran que este dato, combinado con el aumento de las conductas de compartir, muestran, entre otras cosas, una tendencia evolutiva creciente hacia la búsqueda de la igualdad y el rechazo de la desigualdad. Aunque también podríamos pensar que la envidia aumenta con la edad.

Hay razones sobradas para que la búsqueda de la igualdad (o la envidia) haya sido seleccionada a lo largo de la historia evolutiva de la humanidad, puesto que nuestro valor de mercado como pareja sexual no viene indicado por nuestras características y posesiones, sino por su comparación con las de los demás. Si yo tengo algo, pero mis congéneres tienen el doble, es muy probable que yo tenga pocas posibilidades de emparejarme y transmitir mis genes.


Por lo tanto, la envidia parece tener un claro valor adaptativo ya que la desigualdad y el bajo estatus en el grupo generan estrés y problemas de salud (sobre todo cuando uno es el que envidia, y no el envidiado). El impacto de la desigualdad sobre la salud ha sido documentado por el epidemiólogo británico Richard G. Wilkinson en sus obras: The Impact of Inequality: How to Make Sick Societies Healthier; Mind the Gap: Hierarchies, Health, and Human Evolution, y, recientemente, Social determinants of Health (Este último coeditado con Michael Marmott).

Los trabajos de Wilkinson ponen de relieve que aunque la clase trabajadora de países como EEUU tenga más recursos materiales que la clase media de países con una menor renta per cápita, sus niveles de mortalidad y morbilidad son claramente superiores. A juicio de Wilkinson (en lo que coincide con Robert Sapolsky), es el estrés generado por la desigualdad, por el bajo estatus social y por la falta de control sobre la propia vida, lo que hace enfermar a la gente, y no otros factores como la alimentación o los recursos materiales. Ello explicaría, en gran parte, por qué las políticas liberales (p.e. los gobiernos de Margaret Tatcher) conllevan un empeoramiento de la salud de la población general, y sugiere que las políticas redistributivas de igualdad y justicia social son una buena fórmula para mejorar la satisfacción vital y la salud de la población. Además, es también bastante probable que en sociedades muy competitivas paguen su tributo en salud no sólo quienes tienen un bajo estatus, sino también quienes están arriba, que deberán luchar permanentemente por mantener ese estatus, y les quedará poco tiempo para relajarse.

En nuestro país, Vicens Navarro se ha hecho eco en algunas de sus obras de los trabajos de Wilkinson. Véase este artículo en EL País.

(1) Fehr, E., Bernhard, H. & Rockenbach, B. (2008). Egalitarianism in young children. Nature, 454, 1079-1084.

miércoles, 27 de agosto de 2008

La razón estrangulada y el declive de la ciencia

La razón estrangulada” es el título de uno de los libros probablemente más polémicos que se han publicado recientemente en nuestro país. En él, Carlos Elías, doctor en química y profesor de periodismo en la Universidad Carlos III, profundiza en la crisis de las vocaciones científicas en nuestro país. Según, Elías, la ciencia ya no seduce, y muchos jóvenes con talento prefieren dedicarse a profesiones más divertidas y que, en su opinión, precisan de menos talento, como el periodismo, la comunicación audiovisual, o las ciencias sociales, en general. Los culpables de esta pérdida de peso de las ciencias en nuestra sociedad son muchos a juicio del autor:


● Los medios de comunicación, que transmiten una imagen distorsionada de la ciencia, divulgando la imagen arquetípica del “científico loco”, y haciendo un periodismo científico de muy baja calidad.
● La filosofía posmoderna y el cuestionamiento del método científico por parte de autores relativistas como Kuhn o Lakatos, que han defendido y divulgado el relativismo y la irracionalidad en nuestra sociedad, dando igual peso a las ciencias que a muchas pseudociencias. (Estoy totalmente de acuerdo en la sobrevaloración que han tenido estos autores en muchos estudios universitarios de ciencias sociales).
● El excesivo peso que quienes se han formado en Letras o Ciencias Sociales tienen en el mundo de la política, frente a quienes con una formación en Ciencias tendrían una mayor capacidad para analizar de forma analítica los problemas de nuestro país (Para Elías no cabe duda de que quienes estudian Ciencias tienen una inteligencia superior que quienes estudian Letras o Sociales, y apoya esta idea con numerosos datos).
● La falsa asociación entre ciencia o tecnología y muchos problemas sociales, como el calentamiento global, la contaminación o la guerra, por parte de la opinión pública. A juicio de Elías, son los políticos –es decir, personas con formación en humanidades-, quienes toman las decisiones que generan esos problemas, no los científicos.

En fin, Carlos Elías reparte estopa a diestro y siniestro, y lo hace con razón, en muchos casos, y con abundante documentación. A algunos, especialmente a quienes trabajan en “ciencias duras”, les encantará el libro, ya que reabre el eterno debate entre ciencias y humanidades que C. P. Snow planteó a mediados del siglo pasado con su libro “Las dos culturas y un segundo enfoque”, y que continúa abierto a juzgar por el tono lastimero y quejoso de algunos científicos. (También son interesantes en relación con este tema los textos de E. O. Wilson “Consilience: La unidad del conocimiento” y de Stephen Jay Gould “Érase una vez el erizo y el zorro”).













A otros, como a los profesionales de la pedagogía, les resultará excesivo y tremendamente injusto con su profesión, ya que Elías considera a la pedagogía como una ciencia muy blanda, casi una pseudociencia, y a los pedagogos responsables de la mayoría de los males de nuestro sistema educativo, como la penosa formación científica de los estudiantes de secundaria. Tampoco creo que sus compañeros de facultad y profesión (me refiero a su profesión actual, el periodismo) estén encantados con Elías, después de conocer sus ideas.

Finalmente, a algunos, como es mi caso, nos resulta un libro muy interesante que nos ha hecho reflexionar, aunque discrepemos profundamente de muchos de sus planteamientos. Sin duda, el autor, que como ya comenté líneas atrás es profesor de periodismo, ha sabido crear la polémica necesaria para que el libro no pase desapercibido.

Hay que agradecer que el autor sugiera algunas soluciones, aunque no demasiado novedosas, para superar ese distanciamiento entre ciencias y letras, como es incluir una formación básica en filosofía y humanidades en los estudios de ciencias, y una formación en matemáticas y fundamentos científicos a quienes cursan humanidades y ciencias sociales. Fantástica sugerencia que vendría muy bien (véase “el hombre anumérico” de J. A. Paulos), pero algo difícil, por no decir imposible, de llevar a cabo si tenemos en cuenta cómo funciona nuestra universidad.

Algunos blogs que tocan este mismo tema son:
http://golemp.blogspot.com/2008/08/la-razn-estrangulada.html
http://unnombrealazar.blogspot.com/2008/07/la-razn-estrangulada-carlos-elas-ii.html

martes, 26 de agosto de 2008

Hemisferio izquierdo - Hemisferio derecho




El enfoque tradicional sobre el funcionamiento diferencial de los hemisferios cerebrales asignaba al izquierdo funciones relacionadas con el lenguaje y el pensamiento analítico, mientras que el derecho se ocupaba del pensamiento viso-espacial. En la actualidad existen datos que cuestionan este reparto de funciones, y que consideran que mientras que el hemisferio derecho se encarga de tareas novedosas, con independencia de su contenido, el izquierdo se hace cargo de problemas y actividades rutinarias, que fueron resueltas previamente por el sujeto, por lo que ya fueron creados patrones cognitivos para su resolución. Eso explica que el derecho sea más utilizado en la infancia, y que progresivamente se vaya produciendo una transferencia de uso al hemisferio izquierdo, que será hegemónico en la edad adulta y, sobre todo, en la vejez. Por ello, los daños cerebrales en el hemisferio derecho tienen más gravedad en la infancia, mientras que en la vejez son más devastadores las lesiones en el izquierdo.

También se ha encontrado relación entre cada hemisferio y el funcionamiento emocional. En el hemisferio izquierdo existe una mayor concentración de dopamina, lo que se asocia a conductas rutinarias y placenteras, mientras que en el derecho predomina la norepinefrina, que se relaciona a la inquietud, la exploración y la búsqueda de novedad (1). No es extraño que las lesiones en el hemisferio izquierdo provoquen síntomas depresivos y en el derecho manía y euforia, y que las áreas frontales del hemisferio izquierdo estén más activadas en personas alegres, y las del derecho en personas melancólicas.

Esta relación entre hemisferios y funciones cognitivas y emocionales resulta de mucho interés para explicar las conductas de búsqueda de sensaciones y asunción de riesgos propias de la adolescencia. Durante los años que siguen a la pubertad, habría un predominio del hemisferio derecho –aún existen pocos patrones cognitivos creados y guardados en el hemisferio izquierdo y que puedan servir para resolver situaciones y problemas más o menos rutinarios- que justificaría los síntomas depresivos, y la búsqueda de novedad y riesgos propia de esta etapa. Como apunta Goldberg, toda búsqueda de novedad, y todo viaje a lo desconocido viene precedido de un sentimiento de insatisfacción con la situación actual(2). También podría explicar la mayor creatividad artística en muchas áreas durante la juventud y adultez temprana que encuentran muchos estudios.
En la adultez avanzada, el predominio correspondería al hemisferio izquierdo, lo que justificaría la preferencia por las actividades rutinarias y el estado de ánimo relativamente satisfactorio que encuentran muchos estudios. En efecto, a pesar de que en la adultez tardía y la senectud pueden existir muchos menos motivos para mostrarse feliz y satisfecho, las personas mayores dicen reconocerse tanto o más satisfechas que quienes son algo más jóvenes.

Muchos de estos datos pueden encontrarse en el libros de Elkhonon Golberg “La paradoja de la sabiduría", muy recomendable.



¿Qué hemisferio usas más? Compruébalo aquí

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(1) Sobre este punto no hay consenso entre neurocientíficos, ya que mientras que algunos opinan que las conductas de riesgo juvenil tienen que ver con un déficit dopaminérgico, que llevaría al adolescente a buscar sensaciones fuertes para compensar la carencia, estudios recientes parecen apuntar más bien a una sobrexcitación mesolímbica con un exceso de producción de dopamina.
(2) Esta hipótesis precisaría de comprobación, ya que se nos podrían ocurrir otras explicaciones alternativas.

miércoles, 20 de agosto de 2008

Herencia y Ambiente: La Tabla Rasa



“La Tabla Rasa: La negación moderna de la naturaleza humana” es el título de un libro de Steven Pinker, prestigioso profesor del Massachusetts Institute of Technology, que hace ya unos años publicó Paidós en castellano. Sin duda, se trata de un libro muy interesante, muy bien escrito y tremendamente polémico. En él, Pinker rebate tres de los grandes planteamientos acerca de la naturaleza humana que han tenido un mayor impacto en el mundo occidental: “el Buen Salvaje” o la idea de Rousseau de que es la sociedad la que corrompe la bondad innata del ser humano; “el Fantasma en la máquina”, que alude a la separación entre mente y cuerpo propia del racionalismo cartesiano; y la idea de la “tábula rasa”, planteada por los empiristas como Locke y recogida por el conductismo en psicología. Sus argumentos en contra de estos enfoques son contundentes, y Pinker demuestra una enorme erudición que fascina al lector. Sin embargo, tras esa abrumadora erudición, no hay nada nuevo en las 700 páginas del texto, salvo la radicalidad de muchos de sus planteamientos. El autor utiliza los descubrimientos en los campos de la psicología cognitiva y las neurociencias, la psicología evolucionista y la genética de la conducta para echar por tierra los planteamientos conductistas sobre la naturaleza humana. Hasta ahí, no hay nada que objetar, estos tres campos de conocimiento han realizado unas aportaciones interesantísimas a lo largo de los últimos años, y la ingenuidad de los primeros conductistas no debería seguir oponiéndose a la idea de que muchos de los rasgos conductuales humanos tienen una importante influencia genética, y que venimos “programados” para desarrollar un importante repertorio de conductas que son fruto de la evolución de la especie mediante la selección natural.

Steven Pinker años atrás

Sin embargo, Pinker no se queda ahí, y arremete con tanta furia contra los planteamientos ambientalistas, vinculándolos a ideologías radicales y totalitarismos de izquierda, con un tono tremendamente petulante e irritante. Sus ideas acerca de la violencia, las diferencias de género o la educación, coinciden de forma tan clara con los planteamientos de la derecha moderada, que queda claro que el libro pretende proporcionar munición a los sectores políticos conservadores sobre cómo abordar estos asuntos sociales. El autor es muy “interesado” a la hora de presentar datos empíricos. Por ejemplo, en el capítulo dedicado a la genética de la conducta y la influencia de la familia, retoma y extrema los planteamientos de Judith Harris, y niega cualquier posibilidad de influencia a los padres, considerando que el porcentaje de varianza que el medio familiar explica de muchos rasgos psicológicos es cercano al 0%, ocultando que los datos acumulados en los últimos años indican algo bien distinto con respecto a muchos comportamientos. Sus ideas sobre cómo abordar los delitos violentos, basadas fundamentalmente en las sanciones duras, o acerca de la discriminación de género, tampoco tienen desperdicio.

En definitiva, “la tabla rasa” es un libro que no hace otra cosa que avivar la polémica entre herencia y ambiente y generar un claro rechazo hacia los planteamientos de las neurociencias, la genética de la conducta o la psicología evolucionista, por parte de aquellos que puedan sentirse más atacados por los planteamientos de Pinker. No obstante, textos como éste pueden servir para descartar los modelos ambientalistas excesivamente reduccionistas y simplistas, y aumentar la rigurosidad a la hora de investigar acerca de los factores que influyen sobre el desarrollo y el comportamiento humano. Una excelente alternativa al libro de Pinker, es "Qué nos hace humanos" de Matt Ridley, mucho más ponderado y menos polémico, y con un mayor interés en presentar datos que pongan de manifiesto la existencia de efectos de interacción entre herencia y ambiente.