miércoles, 13 de mayo de 2020

¿FUE EL CONFINAMIENTO LA PEOR DECISIÓN POSIBLE? UNA APROXIMACIÓN DESDE LA PSICOLOGÍA DE LA TOMA DE DECISIONES.



La toma de decisiones es un asunto importante. Basta con echar la vista hacia atrás para que nos demos cuenta de cómo algunas de las decisiones que tomamos en su momento han marcado decisivamente nuestras vidas. Pero si son importantes cuando se trata de decisiones tomadas en el ámbito privado, su relevancia aumenta exponencialmente cuando son decisiones políticas que afectan a la vida de millones de personas. Tal vez por ello sea una de las temáticas a las que la psicología ha prestado una mayor atención.

Son muchas situaciones experimentales utilizadas en su estudio, algunas de ellas entran de lleno en el ámbito de la moral y no son ajenas a las motivaciones que nos llevan a tomar la decisión o al contexto que la condiciona. Uno de los dilemas más conocidos es el del tren, que se presenta con dos variantes:

a) Imagina que estás en un tren que avanza por una vía en la que hay cinco personas. Sabes que no hay manera de detenerlo y que va a atropellar y matar a esas cinco personas. La única alternativa que tienes es tomar el control del tren para desviar su trayectoria hay otra vía en la que solo hay una persona que sin duda morirá.
b) Estás en un puente desde donde ves es
e tren avanzando sin freno hacia las cinco personas que están en la vía y que serán atropelladas. Sin embargo, tienes la opción de empujar hacia la vía a una persona que se encuentra sentada en la baranda del puente. Si lo haces el tren matará a esa persona pero frenará y evitarás la muerte de cinco seres humanos.
¿Qué harías en ambas situaciones?

Pues bien, la mayoría de estudios llevados a cabo en diferentes países indican que en la situación primera casi todas las personas optan por desviar el tren, aun a costa de que una persona muera. Sin embargo, en la situación b casi todo el mundo opta por no empujar, aunque esa falta de acción implique la muerte de cinco personas. Y esto ocurre incluso cuando la decisión sea tomada en el más completo anonimato, sin que nadie nos observe ni conozca nuestra acción.

Es curioso porque si miramos las dos situaciones desde un punto de vista utilitario y atendiendo a las consecuencias las dos acciones tienen la misma intencionalidad y la misma consecuencia, la de salvar a cinco vidas humanas, aun condenando a una. Sin embargo, en el segundo caso actúa una consideración de carácter moral o deontológico que nos impide realizar la acción y que supone la decisión emocional de no empujar a una persona: hay ciertas cosas que no se hacen. Es decir, en la segunda situación estamos ante dos decisiones posibles, una emocional y basada en la empatía que supondría la muerte de cinco personas. Y otra racional o utilitarista que conllevaría salvar la vida de cuatro.

Situándonos en el ámbito político, cabe pensar que deberíamos exigir a nuestros gobernantes que tomasen sus decisiones en base a maximizar el bien común y el bienestar colectivo, dejando de lado ciertas consideraciones emocionales y empáticas. Como hizo Churchill cuando decidió no impedir el bombardeo de Londres, que conllevó miles de muertes, para no revelar a los nazis que había descubierto el código secreto que utilizaban en sus comunicaciones. Lo que a la larga contribuyó de forma decisiva al triunfo aliado y a salvar muchas vidas. Sin embargo, decisiones de ese tipo suelen generar un gran rechazo social por parte de una población guiada por consideraciones emocionales e inmediatas más que por decisiones racionales.

Si tratamos de sacar alguna enseñanza a partir de estos estudios para entender mejor las decisiones políticas que se tomaron al inicio de la pandemia, podemos empezar a sospechar que probablemente las decisiones no fueron muy acertadas ya que no se tomaron con una motivación utilitarista sino emocional. Recordaremos que en esos primeros momentos hubo dos tipos de posicionamientos por parte de los expertos, quienes apoyaron el confinamiento total de la población frente a los que consideraron que lo más sensato era no tomar medidas tan drásticas, sino optar por medidas menos severas que permitieran retrasar los contagios pero sin hundir la economía y alcanzar pronto la inmunidad de rebaño. Países con una amplia experiencia investigadora y con sistemas de salud muy sólidos como Reino Unido apostaron en un primer momento por la inmunidad de rebaño. Sin embargo, en la medida en que los hospitales se fueron llenando, las muertes fueron aumentando, y con los medios de comunicación contribuyendo de forma decisiva a magnificar el fenómeno, pocos gobernantes fueron capaces de resistir la presión de la opinión pública, más partidaria de medidas emocionales que utilitarias, y terminaron confinando a sus poblaciones. Sin dada estos políticos no tomaron decisiones ignorando la influencia que estas podrían tener a nivel electoral.

Como si hubiese algún factor más decisivo e influyente sobre la salud que la economía, se creó un falso dilema entre salud y economía, y aquellos expertos que se atrevieron a opinar en contra del confinamiento fueron tachados de insensibles e inhumanos. Ello supuso que esas opiniones, que en muchos casos siguieron manteniéndose en privado, desapareciesen por completo de los medios de comunicación.

Ahora estamos empezando a ver las consecuencias de esas decisiones políticas. A pesar de que como estamos viendo la letalidad del virus es muy baja y, salvo excepciones, suele afectar solo a personas ancianas o con patologías, es muy probable que la decisión de no confinar hubiese conllevado un elevado número de muertes a corto plazo, sobre todo en las semanas en las que algunos hospitales estuvieron saturados. Pero si tuviésemos que poner sobre la balanza las consecuencias para la salud y el bienestar común de la decisión emocional-empática que se tomó frente a la racional-utilitarista, me temo que a medio y largo plazo vamos a empezar a preguntarnos si el confinamiento fue la mejor decisión posible. Me temo que fue la peor.


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