viernes, 30 de noviembre de 2007

Psicología y Genética

Psicología y Genética




Los psicólogos siempre hemos tenido una relación distante con la genética. Incluso podríamos decir que no nos hemos llevado nada bien. Las razones no son difíciles de entender: si el comportamiento humano está genéticamente determinado, ¿entonces qué pintamos los psicólogos? Por ello, siempre hemos sidos unos celosos defensores del ambientalismo: situándonos en esa posición podíamos mirar el futuro con optimismo y esperanza ya que un cambio favorable del contexto del individuo podría llevar a una mejoría en su ajuste y desarrollo psicológicos. No sólo el individuo sino toda la sociedad en su conjunto podría mejorar, por lo que es bastante comprensible que desde posiciones ideológicas progresistas se mirase con entusiasmo este ambientalismo psicológico.


Por otra parte, la genética se vinculó al fascismo por su interés por la eugenesia y la búsqueda de una raza aria pura. Algo parecido ocurrió con la etología, rama de la biología centrada en el estudio del comportamiento animal. La responsabilidad en la estigmatización de la etología podemos atribuirla en gran parte a Konrad Lorenz y su colaboración con el nazismo en la búsqueda de la mejora racial de los pueblos y su apoyo a la política de raza propugnada por Hitler. Con estos antecedentes no resulta extraño que la determinación genética de la conducta humana no despierte muchas simpatías entre los profesionales de la psicología.

No obstante, también el ambientalismo tiene su cara oculta. Las propuestas ambientalistas de psicólogos conductistas como Watson, Sechenov y Paulov fueron bien acogidas en la Unión Soviética postrevolucionaria, ya que, de alguna manera, el éxito del comunismo dependía en gran parte de que la naturaleza humana pudiera ser modificada para aceptar un cambio de sistema. Como afirmó Trotsky “Producir una nueva y mejorada versión del hombre es la futura tarea del Comunismo”. Ese entusiasmo por la influencia del contexto fue un excelente caldo de cultivo para que surgieran personajes tan peculiares como Trofim Denisovich Lysenko, agrónomo que llegó a tener una gran influencia en la ciencia oficial soviética, quien negó la existencia de los genes y consideró al ADN como un concepto insensato y una superstición propia de la decadencia de Occidente. El Lysenkismo llegó a tener tanto peso en la URSS que a finales de los años 40 Stalin suprimió la genética y encarceló por contrarrevolucionarios a muchos genetistas. Las ideas de Lysenko para mejorar las cosechas mediante manipulaciones ambientales tuvieron unas consecuencias nefastas ya que varias cosechas se perdieron causando una gran hambruna entre la población.



El psicoanálisis también defendió tesis ambientalistas poco afortunadas. Así, las primeras explicaciones freudianas de la esquizofrenia o el autismo responsabilizaban a las madres de estos trastornos. En el caso del autismo, era la frialdad e indiferencia materna la que provocaba su aparición, por lo que sin ninguna prueba se culpabilizó a varias generaciones de madres y padres que no sólo tuvieron que sobrellevar la enfermedad de sus hijos sino que además cargaron con la culpa. Hoy día sabemos que el autismo tiene una base genética y que la frialdad de las madres no es otra cosa que una reacción lógica a la escasa responsividad de sus hijos. Es decir, la causalidad se dirige en el sentido contrario a lo intuido por Freud.


Todo lo anterior nos debe llevar a mostrarnos escépticos con algunos planteamientos ambientalistas ingenuos y poco fundamentados y a tener en cuenta las aportaciones recientes de enfoques que, como la genética de la conducta o la psicología evolucionista, resaltan las influencias genéticas sobre la conducta humana. La consideración de estas influencias, que obviamente interactúan con las ambientales, no supone negar la posibilidad de intervenir, como se demuestra en el caso de la fenilcetonuria, enfermedad de base genética que provoca un grave retraso mental pero que puede tratarse mediante una dieta extremadamente baja en fenilalanina. Negar la evidencia empírica, como hizo Lysenko, no parece ser un buen camino para construir conocimiento, y mezclar ciencia y política a veces provoca cócteles intragables.
Y escribo todo esto porque parece que no pasa el tiempo por la polémica entre herencia y ambiente, y estamos como hace 15 ó 20 años. Así, el último número de Monographs of the Society for Research in Child Development vuelve a tocar el tema, y aún parece necesario explicar que reconocer diferencias genéticas no supone justificar desigualdades sociales. En la toma de decisiones políticas, los valores son tan importantes como el conocimiento. Pero, en mi modesta opinión, es mejor tomar estas decisiones con conocimiento que sin él.

viernes, 23 de noviembre de 2007

El vértigo y la vergüenza

A principios de los años 70, con Franco aún vivo, Alexander Solzhenitsyn visitó España y fue entrevistado por José María Iñigo en su programa Estudio Abierto. El impacto de la entrevista fue tal que tuvo que repetirse para que el Caudillo, que ya se había ido a la cama y aún no sabía programar el video, pudiese verlo. Unos años después, en plena transición democrática, volvió al programa. Quienes tuvimos ocasión de verlo, aún recordamos aquella larga barba florida que un columnista de la época comparó con una “cuneta en primavera”, y la indignación que nos causó lo que entonces consideramos una soflama anticomunista. Solzhenitsyn se convirtió en una auténtica bestia negra de la izquierda europea, que le consideraba un agente de la CIA, y sus libros Archipiélago Gulag y Un día en la vida de Ivan Denísovich, eran mirados con mucha cautela. No podía ser cierto que lo relatado en aquellas novelas estuviese ocurriendo en la Unión Soviética, país por el que sentíamos tanta admiración. En todo caso, sin duda el castigo era merecido: “algo habría hecho”.

Treinta años después he tenido la ocasión de leer “El vértigo”, la novela autobiográfica en la que Eugenia Ginsburzg relata su particular viaje de ida y vuelta al infierno de las cárceles y los campos de trabajo siberianos. Un viaje de 18 años que comenzó en 1937 y dejó profundas cicatrices en el alma de esta convencida comunista. Se trata del testimonio estremecedor de uno de los episodios más vergonzosos de la historia europea del siglo XX: el calvario que sufrieron las víctimas de las purgas que desató Stalin en su afán por defender la "pureza comunista".

El vértigo es una gruesa novela de más de 800 páginas, escrita con credibilidad y un gran talento literario, que recoge las experiencias y sufrimientos de esta mujer en su paso por los terribles Lagers o campos de trabajos forzados, en los que la escasa alimentación y el intenso frío del invierno siberiano diezmaron a los represaliados por el régimen stalinista. Aunque Eugenia Ginzburg terminó el libro en 1959, seis años después de la muerte del dictador, aún tardaría 8 años más en ser editado en Italia. Sin embargo, durante bastantes años circuló en la Unión Soviética de manera clandestina en forma de copias mecanografiadas que pasaban de mano en mano burlando la censura oficial.

En este caso no hay dudas, ya que no se trataba de ninguna contrarrevolucionaria: Evgenia Ginzburg era miembro del Partido Comunista, mujer de un alto cargo del mismo partido y profesora de historia y literatura en la Universidad de Kazán. Su crimen, al igual que el de Solzhenitsyn, consistió en realizar algunos comentarios, interpretados como críticos, acerca del dictador.

La lectura de “El vértigo”deja al lector fuertemente afectado por la carga emocional del relato, y hace sentir cierta vergüenza a quienes 30 años antes cerramos los ojos ante tanta brutalidad. Su testimonio, al igual que los de Primo Levi e Imre Kertész referidos a los campos nazis de concentración, y el de Max Aub sobre los últimos días de la nuestra Guerra Civil (véase la magnifica Campo de los Almendros), revelan el enorme sufrimiento causado por brutales dictadores como Stalin, Hitler y Franco.

Evgenia Ginzburg abre su obra con los mismos versos de Yevgeny Yevtushenko que empleamos para cerrar este comentario.

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Y yo dirijo
a nuestro gobierno
esta súplica:
dóblese,
triplíquese
la guardia en su tumba.








miércoles, 21 de noviembre de 2007

Alcohol y adolescencia

Llevamos muchos años tratando de retrasar la edad con la que los adolescentes se inician en algunos comportamientos de riesgo, como el consumo de tabaco, alcohol y hachís, o las relaciones sexuales. Los motivos de este interés parecen claros: durante la adolescencia temprana aún no están maduros los circuitos cerebrales relacionados con el control del comportamiento, mientras que sí lo están los relacionados con el placer. Eso quiere decir que entre los 12 y los 15 años los adolescentes son muy propensos a desarrollar una adicción, y cuando algo les gusta no hay quien los pare. Lo adultos que comenzaron a fumar a esa edad, o incluso antes, pueden dar fe de lo complicado que resulta desengancharse del hábito. En el caso de la iniciación sexual precoz, no tenemos nada en contra de que los adolescentes disfruten pronto con el sexo, pero podemos argumentar que chicos y chicas tan jóvenes no son capaces de calcular con claridad las consecuencias negativas del sexo sin protección, como son las enfermedades de transmisión sexual o los embarazos no deseados.

En esas estábamos cuando nos encontramos con la sorpresa que nos depararon los resultados de un estudio que hemos llevado a cabo en el Departamento de Psicología Evolutiva de la Universidad de Sevilla. En esta investigación longitudinal hemos seguido entre los 13 y los 19 años a un centenar de adolescentes de nuestra provincia, a los que hemos entrevistado en varias ocasiones. Se trata de un tipo de investigación muy costosa y poco frecuente en nuestro país, ya que la mayoría de estudios sobre adolescentes se limita a pasar cuestionarios en una única ocasión, y, por lo tanto, no pueden sacar ningún tipo de conclusión sobre las consecuencias a medio plazo de algunos de los comportamientos estudiados. Como nuestro estudio sí nos permitía analizar esas consecuencias, nos preguntamos por la relación que podía existir entre el consumo de alcohol o hachís, o la experiencia sexual, a los 13 años y el ajuste psicológico y conductual al final de la adolescencia. Nuestros resultados coincidieron con los de otros estudios llevados a cabo en Estados Unidos, al indicar que los adolescentes con experiencia en estos comportamientos, no sólo no desarrollaron más problemas de conducta a lo largo de la adolescencia, sino que, además, mostraron una mayor autoestima y menos problemas emocionales y depresivos. Algo parecido ocurría con los conflictos con los padres, puesto que aquellos adolescentes que a los 13 años se mostraron más beligerantes en casa eran quienes más ajustados estaban cuando la adolescencia tocaba a su fin. Hay que aclarar que se trataba de conflictos no muy intensos, de una experiencia sexual limitada, y de un consumo de alcohol y hachís moderado y experimental, ya que contrariamente a lo que podría pensarse a partir de las noticias sensacionalistas que aparecen en la prensa, los datos del Plan Nacional de Drogas indican una clara disminución durante los últimos años del consumo de alcohol entre los adolescentes.

Tal vez estos resultados no sean tan sorprendentes si tenemos en cuenta que algunas conductas de riesgo, a pesar del peligro que conllevan, pueden suponer también una oportunidad para el desarrollo y el crecimiento personal. Como señaló el psicólogo Erik Erikson, la adolescencia es una etapa de moratoria psicosocial en la que chicos y chicas, alejados de las responsabilidades propias de la adultez, deben experimentar distintos roles y comportamientos de cara a adquirir una identidad personal. Tal vez, la misma curiosidad que lleva a nuestros adolescentes a experimentar con el alcohol, el hachís o el sexo, sea la que les lleva a mostrase críticos y cuestionar los valores de los adultos, a viajar y conocer otras personas y otras ideas, a leer y a ver cine. Es posible que una actitud adolescente conservadora y de evitación de riesgos, preferida por muchos padres y educadores, esté asociada a una menor incidencia de algunos problemas comportamentales y de salud. Sin embargo, también es bastante probable que esa actitud tan precavida conlleve un desarrollo deficitario en algunas áreas, como el logro de la identidad personal, la creatividad, la iniciativa personal, la tolerancia ante el estrés o las estrategias para afrontar problemas.

Por otra parte, antes de criminalizar a nuestros jóvenes, y pensar como Jorge Manrique que cualquiera tiempo pasado fue mejor, hay que recordar que nuestra generación creció en un contacto estrecho con el tabaco y el alcohol. Aunque la iniciación, que era muy precoz, tenía lugar en casa, en cantidades moderadas y bajo la atenta supervisión parental. Quién no recuerda la quina Santa Catalina para abrir el apetito, el tinto con casera en las comidas, la copita de ginebra para los dolores de la regla, o la palomita de anís en las mañanas invernales antes de ir a la escuela. Hoy día nuestros chicos y chicas no tienen su bautismo de alcohol en familia, que se ha convertido en un espacio libre de alcohol y de humos, y es frecuente que la primera vez que un adolescente prueba el alcohol éste sea de alta graduación, y lo haga con los amigos y de forma abusiva. No es extraño que este organismo virgen no resista la dosis, y muchos chicos y chicas terminen en urgencias al borde del coma etílico. Así, es la mayor visibilidad y repercusión social de esta nueva forma de consumir la que puede llevarnos a la falsa conclusión de que la juventud actual bebe más alcohol que generaciones anteriores. En absoluto creo oportuno promover el consumo de alcohol y hachís entre nuestros adolescentes, pero tal vez convenga abandonar la política de la tolerancia cero, y volver a la idea del consumo responsable y moderado. ¿O es que el hecho de un joven se fume un canuto supone que se va a convertir en un drogadicto? Y si disfruta del sexo de forma responsable, ¿es acaso un perverso? Tal vez, algunos estén interesados en generar una imagen negativa y sensacionalista de nuestros jóvenes que cree la alarma social necesaria para justificar la implantación de medidas coercitivas y la restricción de libertades.